EL VERANO
Carta de amor a sentirte verano, al fin de los calcetines gordos, al mar, a los cumpleaños que duran una semana, y a la esperanza.
Oficialmente quedan dos días para el verano.
Para la gran parte de los mortales, el verano apenas abarca una escasa quincena, o quizás algo más si tienen suerte. Pero para quienes tenemos la inmensa fortuna de vivir en un lugar con mar, el verano comienza en el momento exacto en que te das el primer baño del año.
Si no mal recuerdo, este año fue allá por Marzo, cuando el resto de la península estaba sumida en las peores lluvias en años. Nosotros, en cambio, nos dimos de bruces con una primavera totalmente inesperada: un regalo caído del cielo en forma de playas desiertas, baños matutinos y lecturas al sol cuando no venía a cuento. Porque las cosas buenas son aún mejores cuando no te las esperas.
Aunque, si me pongo un poco más específica, para mí el verano se convierte en una realidad cuando se solapan dos momentos mágicos. El primero es cuando destierro oficialmente los calcetines gordos de andar por casa (problemas de persona que siempre tiene los pies fríos) y empiezo a pasear descalza, cual Mowgli, día y noche.
El segundo llega cuando abro las ventanas de los balcones de par en par para no volver a cerrarlas hasta bien entrado Octubre. A pesar de tener que aguantar las voces de los borrachos que frecuentan mi calle, es un precio justo a pagar por seguir durmiendo con edredón nórdico incluso en verano, el verdadero privilegio del verano en el norte.
El primer día que estos dos requisitos se dan al mismo tiempo, sabes que tienes por delante los cinco meses más maravillosos del año.
Hace un par de días, mientras me daba un baño al atardecer con mi amigo Andoni —la luz perfecta, las olas perfectas y la temperatura y el color del mar también perfectos— una sensación de euforia y felicidad me invadió por completo. Una felicidad física, casi palpable, un subidón de endorfinas solo comparable al que se siente cuando uno se enamora.
En ese mismo momento me vino a la cabeza una conversación telefónica que tuve con mi amiga Laura unos años atrás. Por aquel entonces yo acababa de conocer a B. Habíamos pasado un fin de semana increíble y volvía a casa con la sensación de estar a tres metros sobre el suelo. No caminaba, levitaba. Quería reír y llorar al mismo tiempo. Tenía los sentidos agudizados, la piel brillante y las pupilas dilatadas. En ese momento, la vida me parecía un regalo caído del cielo.
—Laura, estoy dentro de un globo. Ahora mismo quiero estallar de felicidad. No entiendo por qué aún no han inventado la manera de embotellar esta sensación para poder consumirla cuando quieras.
—Sí lo han hecho, amiga: se llama MDMA.
Tenía razón. El amor y el verano son las dos cosas más parecidas al MDMA.
Pero, como es bien sabido, todo lo que sube, baja. Y cuando has estado muy arriba, tarde o temprano también vas a estar abajo. Y justo ahí, muy abajo me pilló por sorpresa el verano pasado. A pesar del sol, los baños y los buenos momentos —que también los hubo—, mi mente seguía atravesando un otoño gris y plomizo, denso y frío, incluso cuando el sol más brillaba. Porque, ante todo, el verano es un estado mental.
Así que este año me he propuesto recuperar el tiempo perdido y exprimir los días largos, las puestas de sol, los pinchos de tortilla del Adamo en la playa y los vinos en Groseko hasta que el cuerpo aguante, y la verdad es que para ser Junio, no voy nada mal.
La semana pasada cumplí treinta y nueve años. Uno no debería pedirle menos a la vida que acabar la semana de su cumpleaños con la casa llena de ramos de flores, sobrantes de pizza con arena en cajas y un tupperware con huevos duros en la nevera.
Nunca entenderé a esas personas que deciden, voluntariamente, no celebrar que están vivas. Como si sobrevivir un año más no fuera, en sí mismo, motivo suficiente para celebrar.
La vida es algo que nunca deberíamos dar por sentado, si habeís visto SIRAT, sabréis de que hablo.
Por eso, haber celebrado mi cumpleaños cinco de los siete días de la semana pasada me parece una buena media para alguien que se acerca peligrosamente a los cuarenta, y sin duda un gran pistoletazo de salida para la temporada estival.
Aún queda juventud por delante para tener resaca entre semana, usar minifalda de tablas sin importarte cómo luzcan tus piernas, sudar en un concierto, bañarse cuando empieza a anochecer, verte inmersa en lo que mi amigo David llama un “Cortejo Victoriano”, o confrontar —cual manada de leonas y sin reparos— a un tipo que cree que puede intimidarte un viernes de tormenta porque le da la gana, aun a pesar de las sospechas de que sea el jefe de los Latin Kings de Egia.
Lo que viene siendo vivir sin miedo.
Hace exactamente 12 meses y 8 días, a las 17:00, publicaba este texto en Instagram. En ese momento cumplía 38 años.
Lo de saber la hora exacta de mi nacimiento no tiene nada que ver con que, en algún momento de mi vida, yo me haya interesado por conocer mi carta astral, sino con la cantidad de veces que mi madre ha repetido que, a causa de mi nacimiento ese 12 de junio en Madrid, a las cinco de la tarde, me dio la vida… pero, entre otras muchas cosas, se perdió el capítulo de Falcon Crest, que empezaba a esa hora.
No podemos culparla: tenía apenas 20 años.
El texto de hace un año decía así:
Cumplir 38 no suele ser algo icónico. No tiene el glamour de cuando sobrepasas con vida el umbral del club de los 27 (algo que, a los 23, no hubiera apostado ni de coña), ni los tintes de gran celebración de la cuarentena, ni tampoco ese aire despreocupado de entrar en la treintena joven, tersa y con la cabeza sobre los hombros. Pero si algo puedo decir es que, a los 38, he conseguido acumular un gran número de disertaciones vitales (algunas muy de libro de autoayuda, lo acepto; pero celebrar la vida me pone nostálgica, así que no me lo tengáis en cuenta), que paso a compartir con vosotros, por si a alguien le pueden servir de ayuda:
“Encuentra algo que ames y no tendrás que trabajar el resto de tu vida” es una fucking mentira cochina. Trabajarás como un condenado, pero la sensación de invertir tu tiempo en algo que amas profundamente será siempre la mejor recompensa.
Vive cerca del mar, si puedes escoger y tienes esa suerte. Como dice Karen Blixen: “La cura para todo es siempre el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar”.
Pelea con todas tus fuerzas por ser independiente. Si hay algo que valoro a día de hoy es, como decía Virginia Woolf, tener una habitación propia (si tiene techos de tres metros, mejor que mejor) o, como parafrasea la escritora María Bastarós, “un cuartito pa’ mí sola”.
Haz pilates. Ojalá hubiera descubierto esto a los 25 y no a los 37. La talla que tengas de pantalón no te hará llegar lejos; la fuerza, sí.
Acepta que vas a tener siempre frío en los pies. Da igual lo que hagas. Invierte en calcetines de lana.
Ten siempre a mano un buen puñado de cosas que puedan salvarte la vida cuando sea necesario. En mi caso: un libro que me atrape, escribir un diario, y poner a todo volumen una playlist de salsa, que como mínimo empiece con dos o tres hits de Juan Luis Guerra.
Acepta tus contradicciones, tu ciclotimia y tus días de mierda. Nena, eres Géminis. Esto venía en el pack: la capacidad extrema de disfrute, la sociabilidad y la creatividad. No se puede estar siempre high.
El mayor amor que puedes dar, tanto a ti como a los demás, empieza con el amor propio. En esto vamos work in progress. Conclusión: VETE A TERAPIA.
Todo el mundo tiene un talón de Aquiles. El mío es el cansancio. Procura no decir, hacer, pensar, tomar decisiones o cuestionarte nada realmente importante cuando estés en esa situación.
Acepta que tus tiempos no necesariamente son los de otras personas. Si las cosas tienen que ser, serán. No pretendas controlarlo todo.
Sé NICE. Ya hay demasiada mierda en el mundo como para dosificar las sonrisas. Son gratis.
La vulnerabilidad te traerá disgustos, pero en el fondo es tu mayor fortaleza.
Asume que no eres especial, pero tampoco pases por la vida de puntillas.
Vive la vida actuando en consecuencia, para que, si murieras mañana, al menos un buen puñado de personas pudiera decir en tu funeral eso de “Siempre se van los mejores”.
Y, una vez más, parafraseando a Cleo (6 años), recuerda cada día que LOS AMIGOS SON EL REGALO. Celébralos, cuídalos y valóralos, porque ellos son el amor de tu vida. ❤️
No hay ni un solo pero que, un año después, pueda ponerle a ese texto, aun a pesar de que yo esté a años luz de la persona que era hace 365 días. Y eso es algo maravilloso y fascinante al mismo tiempo.
Pero si tengo que añadir algo, sería lo siguiente:
El otoño no es infinito. Aunque no te lo creas, VOLVERÁS A SER VERANO.
Te lo prometo.
Que bueno.!!!
Fantástico! Y feliz cumple :)